ENERO 11 -- Sabiduria -- Christopher Shaw

Todos nosotros deberíamos meditar sobre la pregunta del apóstol Santiago, especialmente los que tenemos responsabilidades de liderazgo en medio del pueblo de Dios. El apóstol no plantea la pregunta en el vacío. A lo largo de todo el capítulo describe los estragos que causa el mal uso de la lengua. Utilizando un tono directo y claro declara: «la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno» (v. 7). No necesitamos grandes ejercicios de exégesis para darnos cuenta de que su pregunta continúa desarrollando el mismo tema. Nuestras obras predican más que mil sermones, y nuestras actitudes señalan a Dios tan claramente como si estuviéramos testificando de él con la boca. De hecho, el mundo en el cual vivía Santiago había sido influenciado principalmente por la cultura griega; en esto no se diferencia mucho del nuestro. Esta cultura elevaba el conocimiento intelectual a tal grado que lo consideraba la más preciada de las posesiones humanas. Entre los héroes de la sociedad helénica estaban aquellos grandes oradores que podían, por medio de una elaborada dialéctica, deslumbrar con el manejo de los conceptos más complejos y profundos. La sabiduría, en esta cultura, se demostraba por medio de los iluminados discursos de los grandes pensadores.

¿No es así también entre nosotros? ¿Cuándo hemos visto que se elijan a personas de trayectoria comprobada para enseñar en nuestros seminarios e institutos? Casi sin excepción, la regla general pareciera ser que se busca a hombres y mujeres que poseen grandes conocimientos intelectuales sobre la materia a enseñar en el curso. Y en la iglesia, frecuentemente hemos sido testigos de las más acaloradas discusiones entre aquellas personas que pretenden definir el rumbo de un programa o la doctrina para una situación. Erradamente pensamos que en la elocuencia de nuestros argumentos está la demostración de la verdadera sabiduría.

Santiago señala para nosotros que esta «mal llamada» sabiduría, no es la que vale en el reino de los cielos. En el reino operan principios que están en abierta contradicción con aquellos valores que tanto atesora el hombre. La sabiduría bíblica es aquella que se ve en los hechos, no en las palabras. Esta sabiduría no es la que está adornada con abundancia de argumentos, sino que se viste de mansedumbre. ¡Hasta podríamos afirmar que se demuestra en la escasez de palabras!

Tal es la sabiduría de Abraham, cuando subía el monte para ofrecer a Isaac en sacrificio. Ante la pregunta del hijo no se lanzó a elocuentes explicaciones. Con sencillez, declaró: «Dios proveerá.» Así también la sabiduría de Moisés que, ante la rebelión de los hijos de Coré, se postró en tierra. Existía en estas personas una mansedumbre que demostraba que habían alcanzado los más elevados niveles de conocimiento espiritual, aquel estado en el cual conocemos nuestra verdadera pequeñez. Por esta razón, nuestras palabras deben ser pocas.

Para pensar:

¡Qué importante es ser un líder cuya vida posee estas características! Nuestras obras predican más que mil sermones, y nuestras actitudes señalan a Dios tan claramente como si estuviéramos testificando de él con la boca. Procuremos vestirnos de sabia mansedumbre, que es vestirnos de Cristo.